El sábado por la tarde saltaba la noticia: Amy Winehouse era encontrada muerta en su apartamento de Candem Town. Casi instantáneamente se relacionaba su desaparición con el club de los 27. Medios generalistas, especializados y también usuarios particulares a través de la blogosfera y las redes sociales situaban a la cantante británica dentro de este exclusivo club. En lo que no todos coincidían era en su lista de socios. Algunos obviaban a Brian Jones, el prolífico multi-instrumentista co-fundador de los Rolling Stones; otros, borraban a Robert Johnson, guitarrista de blues y casi casi decano de esta mística sociedad maldita, solo hay que echar un vistazo a su biografía... supongo que esas omisiones se deben a despiste o desconocimiento.

Lo que está claro es que si un artista muerto vende más (ironías del arte), un músico/cantante muerto a los 27 en oscuras circunstancias supone un empujón de ventas que ninguna otra campaña de marketing puede igualar, por muy ingeniosa que ésta sea. Quizá de ahí el gesto enérgico de meter el cadáver de Amy, aún caliente, en la sede del selecto club. Quizá también por lo mismo se han oído voces discordantes, escépticos que pregonan que dos discos, amén de un mayor número de escándalos y adicciones que de conciertos y un potente aparato publicitario detrás - recordemos la anécdota que relata que el manager de Elvis repartía chapas a favor y en contra de Elvis antes de sus conciertos porque, bajo su punto de vista, lo importante es que la gente hablara de su representado, ya fuera bien o mal - no son méritos suficientes para elevar a Amy al elenco de los 27.

A falta de procesos oficiales similares a la canonización, lo indudable es que los próximos días, semanas y puede que hasta meses, Amy Winehouse no cantará mejor ni peor ni sus discos serán más o menos completos. La única circunstancia cambiante será su muerte. El único argumento objetivo para justificar un aumento en la escucha/venta de sus discos será, pues, el deseo de escuchar a alguien ya fallecido (un argumento bastante morboso, dicho sea de paso); aunque también se puede ver como un desesperado gesto de última hora por intentar aprehender algo que ya no está, como cuando cogemos arena en la playa y cerramos con fuerza el puño al notar que ésta se escapa entre los dedos. Escuchamos con ansia su música en un desesperado gesto por hacer inmortal a alguien que ya ha probado con creces su mortalidad.

Kurt Cobain, parafraseando al incombustible Neil Young, reflejó en su nota de suicidio que era mejor quemarse que apagarse lentamente (it's better to burn out than to fade away). Winehouse optó por vivir como una cerilla antes que como una vela, como el propio Cobain, como Johnson, como Jones, como Hendrix, como Morrison, como Joplin... y quizá por ahí se justifique su ingreso en el club, más allá de competiciones ficticias que queramos establecer sobre talentos e influencias entre los ilustres socios del 27.
Quizá sea esto lo que tanto nos atrae de los artistas muertos, que ya jamás podrán decepcionarnos, que no los veremos envejecer ni arrastrarse por los escenarios porque es lo único que saben hacer en esta vida. Esa es la diferencia entre Lennon y McCarty, entre Jones y Jagger, entre Cobain y Grohl. Porque un músico que flirtea con las drogas a los veinte lo percibimos como alguien que pasa por una etapa normal e incluso necesaria. Un artista que a los 45 sigue enganchado se nos presenta como un decrépito fantasma incapaz de desembarazarse de su pasado. Paradójicamente, uno no alcanza la inmortalidad sin haber muerto, y es que el mero hecho de existir nos resulta de una aburrida normalidad.

Para mí Amy Winehouse no es más que tres singles interesantes y una estética capilar que ha causado furor en determinados segmentos de las generaciones más jóvenes, haciendo, dicho sea de paso, un flaco favor a éstas, pero eso es otra historia. Vale que recuperó un género olvidado hacía tiempo para el gran público (habría que ver qué parte de culpa tiene gente como Bublé o Robbie Williams en preparar el camino a Amy). Vale que propició que gente como Adele o Duffy aparecieran. Poco más. El caso es que la Winehouse se ha muerto, tras un martirio autoimpuesto, y público y prensa, ansiosos por decorar panteones, por confeccionar retablos de modernidad, no han tenido ninguna duda a la hora de elevar su nombre a los altares de la música, sin reflexión previa, sin hacer un análisis objetivo de méritos y deméritos para ocupar ese lugar. No seré yo quién retire al nuevo ídolo. Amy Winehouse, D.E.P.