lunes, 16 de mayo de 2011

Burning the man 2011

Hace un año y algunos días plasmé en este blog una experiencia que valoraba como un cambio de rumbo en una forma de vida que, por aquel entonces, estaba lejos de ser satisfactoria. Lo que no medí es el impacto que tendría una simple china en el rumbo de la locomotora sin maquinista. Un año después de esa experiencia, me encontraba viviendo otra mayor, acompañado, curiosamente, con gente que conocí aquel entonces, en una réplica amplificada de un proceso que tenía que ver con la cooperación. Para más inri, los 30 me pillaron allí, suma de simbolismos. Nicaragua, en ese sentido, ha sido como una segunda edición de quemar al hombre pero a lo bestia. 16 personas y 20 días en una tierra rica pero pobre, acogedora pero inhóspita, dulce pero amarga... Ahora, aterrizado, todavía intento deglutir lo ingerido estos días, rumiando como una cabra en un garage, absorbido aún por la magia y la miseria, por la esperanza y la apariencia, por el cielo y el infierno visitados en plan turista accidental con apenas un par de días de diferencia.


Antes de irme tenía mis reservas, una de ellas, por previsibles problemas de convivencia. Al final el grupo actuó como una falange espartana. Espontáneo como un niño en los juegos pero maduro como un sabio anciano en los conflictos. La cosa funcionó y, aunque todo es mejorable (la puntualidad o la comunicación se me vienen a botepronto), todo fue mejor de lo esperado. Tan bueno fue el ambiente que muy probablemente esa fuera una de las razones de que la mayoría - si no todos - no quisiéramos volver. Dijo uno de los ponentes del EUCID, un tal José Luis Escalada, que una de las cosas buenas de la cooperación es que conoces a gente de p.m. En el caso de las personas con las que he compartido las prácticas se cumple, comenzando por el califa meditabundo con el que cohabité en el cuarto por espacio de dos semanas, uno de esos grandes que te llegan al corazón por la bondad (qué decir cuando aún le debo dinero), y terminando por la verdadera niña del triciclo, la gran tapada bajo mi punto de vista que, a pesar de las advertencias, para mí se destapó en Ticuantepe (figurada y literalmente, que cada mañana, puntual como Coronado con su cita con el señor Roca, nos ofrecía un striptease de gratis por el mero hecho de vivir en frente). No negaré que les echo de menos, tanto como antes les echaba de más.


Extraño, por ejemplo, mi harem de Boaco: la alcaldesa de ojos de gata y maneras de Sherezade; la zíngara de ojos de océano, mitad Pacífico mitad Atlántico; la duquesa que se bebió la laguna de Apoyo con los ojos y desde entonces mira con un verde selva reflejado, esa misma que guarda la más perfecta de las sonrisas con celo cuasi religioso, como si de una joya de incalculable valor se tratase, aunque le entre cargo de conciencia y la muestre de tanto en tanto, provocando entonces embelesamiento generalizado; luego está la chica que se convirtió en pitahaya por la gracia del creador de este blog, una fruta roja y dulce custodiada por un montón de espinos, que el ser chungo no está reñido con la belleza, aunque, claro, también tiene sus desventajas, como el que luego te enteres de que planeaba tomar un avión con una banda de forajidas armadas con navajas - pena de que os pillaran en el arco -; en Boaco también estaba la cyberniética del triciclo, abanderada de la Salve Trianera, de la que ya he hablado.


Extraño a los mártires de Estelí: al chele Humberto y su camaraca de alta repetición, sus reflexiones sobre la vida y el mundo y sus sugerencias musicales; a la combativa mozita que perdió el coxis entre reivindicación y reivindicación, con esa con la que me hacía el estrecho en sueños sin saberlo y me enzarzaba en discusiones ad infinitum porque el equilibrio entre según qué personas es imposible; mi abnegada doctora Anchoa, sus chistes de paraguayos, sus bromas y seriedades, su grandeza humana envuelta en capas de humilde sencillez y, sobre todo, esas manos sanadoras que convierten apendicitis en simples hematomas subcutáneos; la enfermera Betty, su candor, su cariño, su paz, su candor (¿he vuelto a decir candor?), sus ojos fijos y atentos cuando le estás contando algo, aunque a última hora una sonrisa te delate y se dé cuenta de que estás de broma, esa que sigue recordándome el tema de A Perfect Circle titulado The nurse who loved me; mi M.J., que ahora no está pasando su mejor momento porque no sabe que, en el fondo, si esa puerta se ha cerrado es porque el universo tiene reservado para ella un mejor camino, esa que se arranca por Camela y estalla en risa contagiosa y lo mismo capta toda mi atención que agota toda mi paciencia, que hasta eso es una virtud porque a los 5 minutos uno se da cuenta de que es incapaz de estar cabreado con ella... que hasta echo de menos a mi Debbie y sus puyas constantes y sus teorías de la conspiración y su animadversión a los lakers y sus empeños por encontrarme pareja - también sus silencios taciturnos y su vigilia y preocupación constante para que no nos pase nada, a lo mamá pata con sus patitos...


Por supuesto, también extraño a los prófugos de Jinotega: ese califa/presidente antipádel, siempre sumido en pensamientos, siempre dispuesto a obsequiar una reflexión con una sonrisa, siempre tomándose las cosas con esa mezcla deliciosa que combina lo serio y la coña hasta convertir la realidad, a veces trago amargo, en apetecible taza de café; el "abuelo" (o casi) que, entre cabezada y cabezada, se dedica a activar a todo el personal, ya sea mediante la polémica o haciendo uso de métodos menos beligerantes; y esa chica a la que estuve persiguiendo durante años sin saberlo, por Dinamarca, por Toledo... hasta que, finalmente, coincidimos, en uno de esos cursos, siempre con una sonrisa deslumbrante, cargada de tesón y determinación suficientes como para ser capaz de llevar a cabo cualquier cosa que se proponga, ya sea sacar los colores al azafato guapo del vuelo Costa Rica - El Salvador o levantar todo un palacio de la nada.


Me decía don Rafael, mi Virgilio circunstancial usando como analogía La Divina Comedia, que cada una de las experiencias por las que hemos pasado en Nicaragua, por encima de las prácticas de un postgrado, han constituido una prueba para completar nuestra formación como presuntos futuros cooperantes. El calor, los insectos, los conflictos, la falta de sueño, la comida, el agua, la soledad, la rabia, la esperanza, la certeza y la impotencia... Llevará algún tiempo desentrañar el ovillo del grueso de experiencias y sensaciones vividas, de caras y voces conocidas, de miradas y gestos grabados a fuego (¿cómo olvidar a esas almas errantes de La Chureca, sacados, sin duda, de El Infierno descrito por el citado Dante?). Ocultaremos información de forma consciente cuando nuestros allegados nos pregunten "¿qué tal en Nicaragua?" y decidamos qué contarles y qué no, porque no vale la pena molestarse en explicar algo que no van a entender. Llevará tiempo no pensar en recurrir a aquellos que compartieron la experiencia con nosotros y más tiempo aún llevará el que el más mínimo detalle de aquí deje de transportarnos a algo de allí. Mientras esperamos el olvido, que todo destruye, para que deje esos 20 días en los huesos, disfrutaremos reponiendo, como un cine de esos que casi no quedan, recientes recuerdos que irán adquiriendo solera conforme los días vayan pasando. Todo ello mientras los hombres y mujeres que éramos antes de irnos a Nicaragua se van, poco a poco, consumiendo en las llamas de la renovación.

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