En los albores del gafapastismo, cuando a ese colectivo se le miraba con desdén y aires de burla, mucho antes de que se convirtiera en tendencia mayoritaria y fagocitaria, mi grupo de gurúes a pequeña escala particular ya se hallaba dividido entre los partidarios de un determinado cine de autor diferente y los que dirimían la cuestión con un: "el cine es un espectáculo y debe servir para divertir". Nunca tomé partido ni por unos y ni por otros.

En el primer año de carrera tuvimos una asignatura que, bajo el nombre, Teoría General de la Imagen, aglutinaba conceptos tan heterogéneos y diversos que iban desde la teoria de la perspectiva hasta nociones del montaje audiovisual no lineal. Nuestro profesor, apodado cariñosamente por nosotros como "Charlton Heston" por su enorme parecido y por estar en boga aquellos años (1999 - 2000) los doblajes de El Informal, en el segundo semestre dedicado al cine un día nos habló del "prejuicio de la narratividad". Como usuarios de la industria audiovisual estamos acostumbrados a que nos cuenten historias, pero el cine, como arte, puede ser mucho más. No lo digo yo, lo decía, a grandes rasgos, él.
En aquella época, aún coleaba el éxito de una película que había dirigido Terrence Malick y que, automáticamente había sido catapultada a la gloria imperecedera de las grandes películas bélicas: La delgada línea roja.

Hace una semana fui al cine. Quería comprobar con mis propios ojos si merecía la pena la expectación generada en torno a la última película de Malick: El árbol de la vida. Fui con varias personas, sospechando que alguna de ellas iba por el reclamo de Brad Pitt y, por tanto, corriendo un alto riesgo de salir desencantadas del cine. Lo que no sabía era hasta qué punto eso iba a generalizarse a prácticamente más de la mitad de la sala.
A estas alturas pocos no habréis oído algo de El árbol de la vida. Una película rara, muy rara, entre otras cosas por la elección del recurso narrativo. No sigue la estructura hilo conductor típica de las historias con su presentación, su nudo y su desenlace (aunque, de algún modo, sí que las tiene). Ni siquiera tiene una estructura tipo "puzzle" en la que te van dando piezas que tú vas situando mentalmente para hacerte una idea del conjunto global de la historia (como en Pulp Fiction, por ejemplo). Tampoco comienza desde el final y termina en el principio en un ingenioso engarce que impide, justamente, cerrar la historia hasta la última escena (como en Memento). No, Malick nos ofrece un mosaico lleno de teselas que hay que ir montando, con mucha paciencia, y en la que, encima, sobran elementos. Hay redundancia que acaba convirtiéndose en ruido (información no relevante) que acaba por confundir al espectador, acostumbrado a que en el mayoría de las películas, en la mayoría de las historias que nos cuentan, todo tiene su razón de ser. Si nos fijamos en el título, un concepto filosófico complejo, quizá podamos entender aún mejor la intención del realizador.

He de confesar que a lo largo del metraje pasé por varias fases. De la atención al estupor, del alivio al tedio, del éxtasis visual a la sensación de que me habían engañado... y esto último fue lo que prevaleció. Pero una vez pensé en quiénes eran los causantes del engaño (el marketing, la elección de los actores, el trailer...) comencé a otorgarle el valor que se merecía. Es una película valiente, atípica, más cercana al concepto de arte que de entretenimiento, con una fotografía asombrosa, con planos más propios de otras parcelas audiovisuales (por ejemplo la publicidad o la fotografía), con un montaje que tiene en cuenta otros géneros literarios como la alegoría o la poesía lírica, con un cojunto de valores universales que llevan, en la parte central de la película, a sentirte identificado con situaciones, personajes... Y es que, como me dijo una de mis amigas a las pocas horas de haber visto la película: "He salido pensando que habíamos visto una puta mierda, pero cuanto más me lo planteo más cosas le encuentro". Ella, como yo, tiene una formación audiovisual. La cuestión no es, pues, si Malick ha hecho una buena o una mala película (y en esos dos ejércitos irreconciliables ha quedado el grueso de los que hemos ido al cine a verla), la cuestión es si debería haberse promocionado y/o estrenado en cines comerciales. A tenor de la recaudación, los productores no tendrán ninguna duda. Allá se las apañe Malick con su siguiente proyecto.