El sábado, para salir por la noche, cogí una especie de chaqueta de entretiempo impermeable porque había estado lloviendo a ratos por la tarde. De haber sabido que aquel sábado (yo) moriría en domingo para no resucitar ni dos días después pese a lo señalado de las fechas, me habría quedado en casa, pero esa no es la cuestión. La cuestión es que justo antes de salir por la puerta eché mano a los bolsillos, una costumbre heredada de cuando era un crío. Entonces llenaba cada bolsillo con multitud de enseres, para someterme posteriormente al "cacheo" de mi padre antes de salir de casa. Esa imagen de la infancia ha desembocado en un curioso ritual: reviso los bolsillos antes de salir, por si se me olvida algo y para dejar en tierra algún posible polizón de anteriores aventuras. El sábado al realizar el ritual encontré en el bolsillo derecho del citado chaquetón mi pasaporte, el nuevo y reluciente pasaporte que tras la renovación en diciembre "por si las moscas" guardo en uno de los cajones de la mesilla y que había sacado a pasear en una visita de rigor para formalizar ciertos papeleos de cierta boda de cierto allegado. Como el DNI está caducado, llevé el pasaporte por si requerían de algún documento legal de validación.
La obtención del pasaporte fue como la consecución de un mito. No tuve uno hasta los 23 años, cuando por recomendación me lo hice para largarme de Erasmus a Dinamarca. Hasta ese momento solo algún amigo de esos que viajaba tenía uno (un círculo muy reducido entonces, pero algo mayor que el que yo consideraba merecedor de pleno derecho cuando era apenas un zagal: espías, agentes secretos y McGyver).
A día de hoy el pasaporte sigue siendo un imponente cofre que atesora anhelos, una llave que posibilita abrir innumerables puertas en el mejor de los casos (aunque siempre hay candados administrativos que coartan la libertad, como cierta compañera sentimental de cierto amigo que no pudo viajar a cierto sitio porque hay países que juegan a un doble juego, en este caso el de miembros de la UE para lo que les interesa - y ya habrán todos adivinado que hablo del Reino Unido en su vertiente más euroescéptica e inglesa). Por eso el sábado, cuando mis dedos se toparon en el bolsillo con cierto bulto rectangular de tapas duras, noté un latigazo de alivio recorriéndome de parte a parte, como el que ve como se le cierra la puerta de casa estando regando las plantas y luego cae en que, afortunadamente, llevaba las llaves encima.
2 comentarios:
En Holanda, sin emabrgo, todo el mundo tiene pasaporte. El Estado obliga a hacerse con pasaporte o carné de identidad (no "y"), y como ambos cuestan casi lo mismo, casi todo el mundo lo que tiene es pasaporte.
Así que allí no habitan impolutos en un cajón al lado de los dólares que una vez se cambiaron. Allí están arrugados, sucios, descoloridos y huelen a mostaza.
Un país donde los pasaportes huelen a mostaza? No puede ser bueno. MENOS MAL QUE HAS VUELTO!!! jejejeje.
Un besazo y bienvenida, sita Tremo. ^_^
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