miércoles, 10 de noviembre de 2010

Road Trip IV (y final)

(Viene de aquí)

La culpa era de Isobel Fitzerald, por hacer lo que hizo aquel verano con 13 años. Sam y Kyle habían respondido a la bravuconada de Liam. “¿Qué os jugáis a que antes de que acabe el verano Isobel será mi novia?”. ¿Quién iba a pensar que la dulce Fitzerald acabaría por besar al tosco Liam? Kyle apostó 20 libras, sus ahorros, en contra. Sam fue más allá y apostó el medallón de San Fermín que su abuela Mina, española de nacimiento y exiliada - según ella por amor, según su madre por motivos políticos -, le había dado tiempo atrás. “Mi papá me llamó así por él” le confesó la anciana cuando le dio el medallón. Sam se pasaba el tiempo hablándole a sus amigos de su abuela y del medallón y de España y de Pamplona. Les hablaba de cómo correría de mayor delante de los toros. Kyle y Liam querían ver aquello. Isobel besó a Liam y fue su novia un mes. Luego se volvió a Dublín y los amigos se quedaron en Malahide, cuando 16 kilómetros era todo un mundo. Sam aludió a cuestiones de honor cuando Liam no quiso aceptar el medallón. Entre los dos alcanzaron un pacto de caballeros: Liam lo devolvería tan pronto como fueran juntos a Pamplona.

La culpa era de Isobel Fitzerald, sí, pero también de Sam por acercarse al agua sin miedo, por caerse al río, por no resistirse a la muerte, por dejarle solo esperando a que volviera de ese viaje que duraba ya 15 años. La culpa era de Liam, por no haberle sujetado a tiempo, por no haberle podido rescatar cuando saltó al agua. De Liam y de él mismo, que había decidido irse a Francia en lugar de quedarse con sus amigos. De haberse quedado, quizá Sam no se hubiera caído. Fuera de quien fuera la culpa, allí estaban los dos, niños treintañeros que habían sobrevivido con mayor o menor éxito a los caprichos de la existencia. Allí estaban los dos, de pie, junto al árbol donde acababan de enterrar el medallón de la abuela de Sam. Dos extranjeros, dos guiris borrachos de ojos húmedos en pleno homenaje a un amigo de la infancia muerto. Liam y Kyle se abrazaron, entonaron un suspiro al unísono y volvieron al hotel.

A la mañana siguiente, después de un buen desayuno, visitaron la ciudadela, el monumento al encierro y los restos de la muralla. Luego condujeron hasta Bilbao. Allí visitaron el Guggenheim y el casco de la ciudad. Cuando los dos se separaron, lo hicieron con efusividad, una despedida plagada de buenos deseos y de planes para verse en poco tiempo; planes que ninguno estaba seguro fuera a cumplir. Liam volvería a Madrid a su labor de corresponsal de la cadena de noticias estadounidense para la que trabajaba. Kyle volvería a Malahide, con Cathy y sus dos hijos, la diminuta Eileen y el pequeño Sam, para los que pronto tendría que inventar nuevos apelativos.

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